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sábado, 31 de diciembre de 2016

EL TRIO - DEL TIEMPO I' MAMA

DEL TIEMPO I' MAMA es un tema legendario del folklore argentino, cuya interpretación en vivo se ha rescatado de vídeos realizados por EL TRIO (extraordinario grupo boliviano) a principios de la década de los 2000.   

Empezaré diciendo que Pomán es una ciudad catamarqueña fundada en 1663 por Jerónimo Luis de Cabrera, con el objetivo de llegar a ser capital de provincia. Después del terremoto de 1898 debió reconstruirse casi en su totalidad, pero aún quedan algunos vestigios coloniales. Pomán es famosa por sus aceitunas, nueces, confituras, vinos y aguardientes. 

En esta localidad de Catamarca vivió Rodolfo "Polo" Giménez, quien con un estilo muy peculiar, impregnado de modismos locales, nos evoca su casa natal en el tiempo de su niñez, que él designa con la hermosa expresión del "tiempo ‘i mama": ese tiempo que nunca vuelve si no es en el recuerdo. 

La zamba contiene una detallada descripción de los usos locales, muchos aún vigentes actualmente en las zonas rurales. Y como en todas las obras del autor, el tema musical tiene toda la dulzura e ingenuidad que requiere este tema, que en las voces de EL TRIO obtiene grandes dosis de exquisitez, pese a la cantidad de modismos y expresiones propias que contiene el texto. 

Relata el autor sobre su zamba: 

“En esos días se me presentó una oportunidad desde largo tiempo acariciada: Carlitos Lastra, uno de los integrantes del “Los cantores de Quilla Huasi”, me contó que una tía de él quería vender su piano Vienés, de media cola; estaba en perfectas condiciones, según me dijo y agregó que él se había acordado de mí, por tratarse de una oportunidad que podía interesarme. Es claro que me interesaba y mucho, pero eso no era suficiente; había que saber si lo podía financiar. Por las dudas fui a verlo y desde el momento que puse las manos sobre el teclado, me dije a mí mismo: “Tengo que encontrar la manera de poder comprarlo. Este piano tiene que ser mío”. Pedía por él, veinticinco mil pesos, precio bastante ventajoso para esa época –año 1950- pero para mí resultaba una pequeña fortuna, que no tenía. Hice mil combinaciones hasta que, por fin, pude comprarlo. Cuando lo tuve en casa, me pellizcaba para tener la seguridad de no estar soñando. Me sentía como un niño que ha conseguido el tesoro del juguete largamente deseado. Pasaba largas horas tocando y deleitándome con la pastosidad y dulzura de su sonido aterciopelado. Como primera obra compuesta en ese piano, nació una zamba que, con el andar del tiempo, alcanzaría una popularidad tan grande como “Paisaje de Catamarca”. Los lectores que conocen el repertorio mío, ya habrán adivinado que me estoy refiriendo a la zamba “Del tiempo’i mama”. 

Hay algunas anécdotas a propósito de esa canción; cosas que sucedieron y que me daban asidero para pensar que, en cualquier momento podía surgir la popularidad; aunque esto recién sucedió siete largos años después de haberla publicado. El éxito tiene esas cosas: sus pequeños caprichos y veleidades. Así como “Paisaje de Catamarca”, fue un suceso inmediato, que yo no esperaba, esta otra, a la que yo atribuí una pronta popularidad, durmió siete años en el más completo anonimato. Pero vamos a las anécdotas: Vivía para ese entonces, en un departamento en Avenida Gaona 1433; teníamos de vecina en el mismo piso, a una señora judía, bastante mayor, lo que no significaba que no fuera de un carácter jovial y graciosa. Era además, muy coqueta; le gustaba arreglarse bien y hablar de grandezas. Superficial pero muy simpática y cariñosa. Había vivido en Tucumán y allí había tenido ocho hijos. Y por ese sólo motivo pretendía ser una autoridad en música folklórica, aunque a la legua se notaba que, ni la entendía ni le gustaba mayormente. Se llamaba doña Pola Kohan de Raskowsky. Con motivo de tan cercana vecindad y por el hecho de no tener teléfono en su casa, a cada rato llegaba a la nuestra. Estando doña Pola no se podía hacer música porque ella canturreaba todo lo que se tocara, lo conociera o no; lo mismo si lo hubiera escuchado antes o por primera vez; seguramente pretendía confirmar con eso, su pregonada versación musical. A mi siempre me hacía bromas y me decía cosas como: “A ver ché, ¿que has compuesto últimamente –ella me tuteaba, yo no a ella-. Hacémelo escuchar, pero tocá bien, mirá que yo entiendo mucho de estas cosas y si chamboneás, a mí no me vas a engañar”. A veces yo estaba en vena, y siguiéndole la corriente, me sentaba al piano y tocaba la última música que había compuesto, aunque ya sabía que doña Pola empezaría con su canturreo sin escuchar, o por lo menos sin prestar atención a lo que yo tocara. Comencé a tocar “Del tiempo’i mama” y, como siempre, ella empezó a canturrear; aunque pude observar, que no lo hacía tan continuadamente como otras veces, sino dejaba algunos intervalos en que realmente escuchaba. Llamé a Elena, que estaba cocinando, para que la cantase y sucedió entonces que doña Pola, a medida que b ia escuchando la letra –ella que era tan movediza e inquieta- empezó a ponerse seria y quietecita y cuando menos podíamos suponer, se la oyó sollozar pero tan afectada y profundamente conmovida, que yo dejé de tocar de inmediato, me levanté, le di un abrazo y por romper la tensión, le dije: ¿Para eso me pide que toque el piano?... ¿para ponerse a llorar?. Reaccionó enseguida y entre sonrisas salpicadas de llanto, como 41 queriendo restarle importancia al episodio, tal vez pudorosa de haber desnudado así sus sentimiento, me dijo: “¿Mirá que sos un loco, pero hacés cosas lindas, eh?. Íntimamente le agradecí a doña Pola ese llanto que me demostraba, mejor que cualquier elogio, que esa zamba era una obra que podía llegar al corazón de la gente. ¡Pobra doña Pola!; ya no está, para leer estos recuerdos que la hubieran hecho feliz, porque en el fondo nos quería sinceramente. A pocos días de este episodio, llegó de Mendoza un viejo amigo de la juventud, profesor y patrocinador de boxeo. Venía a Buenos Aires trayendo un pupilo que debía disputar el título de Campeón Argentino de los livianos, que detentaba el inolvidable Alfredo Prada. Vino a casa a visitarme y después de agotar el tema sobre el motivo que lo traía, pienso que más por hacerme un cumplido que por real deseo, me pidió que si tenía algo nuevo, se lo hiciera escuchar. No queriendo perderme la oportunidad de probar el efecto que producía en un hombre dedicado a una actividad tan aparentemente opuesta a la música, me senté al piano y le pedía a Elena que cantara “Del tiempo’i mama”. Carlitos Suares, que así se llamaba aquel amigo, medio recostado en el marco de la puerta que quedaba al lado del piano, cerca de mí, estaba sonriente, cosa habitual en él; de pronto se quedó serio y ante nuestra enorme sorpresa, metiendo su cara entre su brazo derecho, me estiró en silencio su mano izquierda y en el apretón que me dio, parece que quiso hacerme comprender todo lo que no pudo decir por la emoción. Lo único que alcanzó a balbucir, en un esfuerzo por tratar de justificar lo que él suponía una debilidad, impropia de un hombre dedicado a la ruda actividad del boxeo, fue algo como: “perdónenme pero yo soy un sonso para estas cosas”. ¡Ojalá –pensé yo- todos los sonsos y los que no lo son fueran capaces de emocionarse así con una canción! ¡Qué distinto sería el mundo!... Pero una de las anécdotas más curiosa, fue la que me ocurrió con un amigo a quien quiero y distingo mucho: el catamarqueñísimo doctor Marcelo Barrionuevo; eminente cirujano que estuvo muchos años radicado en Filadelfia. Desde allí solía remitir libros de medicina y discos, que yo le guardaba para cuando resolviera volver para instalarse en Catamarca. Cuando esto sucedió, vino de paso a visitarnos y a retirar sus efectos; pero no vino solo. Se había casado con una simpática norteamericana que, por supuesto, cuando llegó a Buenos Aires no hablaba una palabra en castellano. Conversamos de mil cosas; recordamos otras tantas y, de cuando en cuando, al suponer que el asunto podía interesarle a la señora que permanecía mirándonos con esa sonrisa incierta y afligida de la persona que no entiende lo que se está hablando, mi amigo –que habla correctamente el Inglés- le traducía algo haciéndola participar en la conversación. Así llegamos a lo que, generalmente sucede con todos los amigos que llegan a casa: “Haceme escuchar algo nuevo que hayas compuesto últimamente”. Accedí con mucho gusto, como era lógico, y toqué “Del tiempo’i mama”. Elena lo cantó, muy suavecito… muy íntimo. Marcelito, que hacían cinco años que faltaba del país y que, por añadidura, había vivido en casa de sus padres en Catamarca, todo lo que yo describo en la letra, se emociono muchísimo, y a pesar del dominio que tiene sobre sus sentimientos y emociones, no pudo evitar que se le llenaran de lágrimas los ojos. La señora como es de suponer, no salía de su sorpresa de ver a su marido tan emocionado y, por supuesto, quiso saber el motivo. Hablando con Marcelito, en inglés, le preguntó de qué se trataba. Para que lo comprend iera mejor, mi amigo me pidió que la tocara otra vez y a Elena, que la cantara. Y aquí viene la escena curiosísima, un tanto insólita y muy emotiva, que se vivió en aquella oportunidad: Yo tocaba en el piano la zamba; Elena la cantaba; mi amigo le iba haciendo la traducción de la letra a la señora y ésta, que, por encontrarse en un país extraño a miles de kilómetros de distancia del suyo, donde había dejado sus más caros afectos –sus padres- se sintió tocada por el 42, motivo de la letra que el marido le iba traduciendo y, abrazándose a éste, lloró desconsoladamente. Fue así como la zamba “Del tiempo’i mama”, tocada al piano, en Buenos Aires, por un cordobés y cantada por una porteña, hizo llorar a una norteamericana que no conocía nuestro idioma. ¿No es curiosísimo? Es mucho más de los que un autor puede esperar de una obra suya!... Pero no obstante todas las comprobaciones que dejaban ver la posibilidad de que se hiciera popular enseguida, la obra seguía sin trascender al gran público. Continuó sin salir del círculo de mis amigos; hasta que, por fin, siete años después. Alberto Merlo, hoy muy conocido en el ambiente como fiel intérprete del cancionero sureño, la sacó del anonimato. Actuaba Merlo, por aquél entonces, en una Peña que funcionaba en la calle Cerrito Nº 34, en la planta baja del hotel “Du Midí” (del medio día). De este hotel hablaré más adelante, muy especialmente. Pero sigamos con la historia de la zamba “Del tiempo’i mama”. Hablaba de Alberto Merlo. Este magnifico cantor, conocía muy bien esta obra por haberla ensayado durante muchos meses, en un conjunto mío, que al final se desintegró sin siquiera hacer llegado a debutar, por razones que no vienen al caso. Merlito hizo sus primeras armas en Cerrito 34 –nombre con el que se conocía también la Peña- y cantaba todas las noches, entre otras obras mías, esta zamba. Al principio lo hacía porque a él le gustaba, pero a los pocos días, el público ya se la pedía -según me contaba él- y después tenía que hacerla varias veces por noche, a pedido de cada grupo que llegaba a la Peña. Por último, ya era el público el que la cantaba. En esta forma tomó la juventud, que era mayoría en la concurrencia. Fue en boca de esa juventud que llegó a las arenas de Mar del Plata en el verano de 1961 –año del gran furor de la guitarra y el cantar nativo entre los jóvenes y los niños-. De allí volvió con una popularidad tal que no hubo conjunto, solista, instrumentista profesional o aficionado, que no la incluyera en su repertorio. En mi poder tengo treinta y tantas grabaciones de distintos intérpretes, y se qué no las tengo a todas. Todas las obras que llegan a popularizarse, tienen un intérprete que las llevó a la popularidad. En este caso fue Alberto Merlo, quien lanzó a la popularidad mi zamba “Del tiempo’i mama”. Por eso le estoy muy reconocido”.



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